Mnemosyne Románica

Constelaciones y confluencias

ABY WARBURG (1866-1929) – A. KINGSLEY PORTER (1883-1933)

3. SERPIENTES Y RENACIDOS: NACHELEBEN DER ANTIKE Y LA RESURRECCIÓN CRISTIANA

 
Jaca resultó ser uno de esos paraísos terrenales que todavía conserva intacta toda la belleza que un Dios benevolente y una inspirada Edad Media le otorgaron… Por todas partes se encuentran tesoros de suma importancia todavía sin publicar, esperando a ser descubiertos. Alguna de las fotografías que te voy a enviar…van a causarte una profunda impresión.
Carta de A. K. Porter a B. Berenson, 24 de mayo de 1924

Un año después de la publicación de Romanesque Sculpture y de sus conferencias en la Sorbona, Porter regresó a los caminos de peregrinación para continuar sus investigaciones. Su entusiasmo se percibe en una carta que envió a su amigo B. Berenson desde Montecarlo contándole que había vislumbrado tesoros escondidos en Jaca, la antigua capital del Reino de Aragón, situada “en uno de los valles montañosos más hermosos de Europa, a la sombra de los Pirineos nevados”. Con su esposa Lucy, hábil fotógrafa, captó detalles de la enigmática decoración escultórica de su catedral incluida su portada principal presidida por un imponente tímpano que recibe al visitante con una llamada al arrepentimiento: “Si quieres vivir, tu que estás sometido a la ley de la muerte, ven aquí suplicante, renunciando a los alimentos envenenados. Purifica de vicios tu corazón para que no perezcas de una segunda muerte”. Para ilustrar la inscripción, allí aparece la imagen de un hombre agarrando una serpiente y postrándose suplicante en el suelo como lo harían los penitentes de carne y hueso cada año durante la Semana Santa cuando participaban en los rituales del viernes de ceniza, arrodillados delante de este tímpano, esperando a ser admitidos en el templo.  Aquí la serpiente se constituye en una figura del penitente, cuyo proceso de limpieza espiritual en el contexto de esos rituales recordaba el proceso biológico de renovación del reptil que perdía su vieja piel tras cuarenta días de ayuno. Este animal aparece profusamente en la obra del autor de este tímpano, el llamado “maestro de Jaca”, un artista que se había formado en el taller del escultor que realizó el célebre capitel del asesinato de Abel en la iglesia palentina de San Martín de Frómista, para cuya composición se inspiró en las figuras de un sarcófago romano de la Orestíada que se encontraba reutilizado en un enterramiento cristiano en la cercana iglesia de Santa María de Husillos. Fiel a su obsesión reptiliana, el “maestro de Jaca” se fijó, de entre todas las Pathosformeln del sarcófago, especialmente en la de la Furia blandiendo una serpiente. De hecho, como si se tratase de Warburg en Kreuzlingen, este artista esculpió en la catedral aragonesa un verdadero ritual de la serpiente pétreo, convirtiendo a este animal en su tótem, temido y adorado a la vez en numerosas escenas bíblicas, alegóricas, y de psicomachia que aparecen representadas en capiteles, metopas y canecillos –, y en la esencia de su estilo figurativo, que se caracteriza por cuerpos sinuosos y serpentiformes que se contorsionan como si se tratase de organismos invertebrados.

 

 

Todas estas características se condensan en uno de los capiteles de la Portada Occidental fotografiado por Porter, situado al lado del tímpano, que podría constituirse en el centro de un nuevo panel de Mnemosyne que represente la modalidad de Nachleben que caracteriza la obra de este artista. Como ha demostrado S. Moralejo, el capitel representa el episodio de la vida del profeta Daniel en el que da muerte a la serpiente de Bel, hecho por el que será condenado a la fosa de los leones. Para diseñar la composición el artista se inspiró en el momento dramático culminante de la narrativa bíblica cuando el profeta expone públicamente la falsedad del dios, ahora descubierto como una serpiente agonizante:

 
Daniel tomó entonces pez, grasa y pelos, lo coció todo junto e hizo con ello unas bolitas que echó en las fauces de la serpiente; la serpiente las tragó y reventó. Y dijo Daniel: ¡Mirad qué es lo que veneráis! [Ecce quem colebatis]. 
Daniel 14: 27-28

 

Podríamos decir que, en la escenificación del ¡Mirad qué es lo que veneráis! el maestro de Jaca nos ha dejado un verdadero manifiesto artístico personal, su propio “¡Mirad lo que yo venero!”, resultando en una obra que se erige a la vez en su Laocoonte y su ritual de la serpiente. Se diría que, gracias a la producción de este escultor, el espectro del Laocoonte se dibuja sobre la ciudad de Jaca con la misma renovada vitalidad de formas y multiplicidad de significados con que lo hace sobre la Toledo imperial en el cuadro del Greco, que Warburg incluyó en el panel 41a Mnemosyne dedicado al “pathos de sufrimiento. Muerte del sacerdote”.

 

 

Curiosamente, al igual que el ritual de la serpiente de los indios hopi que Warburg analizó en su conferencia, trazando aspectos de su trasfondo común con prácticas del mundo clásico, también en la Jaca que visitó Porter este ritual pétreo románico (para cuya visualización el escultor medieval había revivido las Pathosformeln clásicas) servía de telón de fondo para una ceremonia que hundía sus raíces en la religión popular y el folclore pre-cristianos. Cada 25 de mayo, durante la celebración del día de Santa Orosia, patrona de Jaca, se congregaban frente a la entrada de la catedral los “espiritados”, personas que se creía que estaban “endemoniadas” y suplicaban que la santa les liberase de los espíritus malignos que los poseían. Junto a ellos desfilaban los danzantes de Santa Orosia sujetando en su mano el chiflo, flauta primitiva forrada con una piel de serpiente, como si fuesen la figura de Daniel blandiendo la serpiente petrificada en el capitel que les servía de fondo. Porter no presenció estos rituales, pero le parecieron lo suficientemente interesantes para su estudio como para adquirir durante su visita a Jaca una serie de postales donde aparecen las “espirituadas” contorsionándose como si fuesen ménades en danzas ecstáticas.

EL SUPERSTES

“Por todas partes se encuentran tesoros de suma importancia todavía sin publicar, esperando a ser descubiertos”, escribía Porter desde Jaca a Berenson, indicando que “alguna de las fotografías que te voy a enviar…van a causarte una profunda impresión.” Si nos adentramos en la mente de Porter durante los meses previos a su llegada a Jaca, reflejada en las conferencias de la Sorbona, cuando meditaba sobre las conexiones entre la belleza, el goce estético y la sensualidad de la escultura clásica, resulta más conmovedor que no fuese capaz de descubrir el verdadero “tesoro inédito” que podría encarnar de manera más fundamental esas ideas y que, sin duda, le habría proporcionado un punto de confluencia con el pensamiento de Warburg, el ahora famoso “capitel del sátiro”.

 

 

Cuando Porter paseaba por el claustro de la catedral de Jaca en aquella primavera de 1924, probablemente pasó al lado de este capitel, que entonces estaba dado la vuelta y reutilizado como basa de una columna en el recinto de la capilla del Pilar, con el lado que contiene la figura del desnudo empotrado contra la pared. Este desnudo clásico, que, como veremos, es a la vez un cuerpo “resucitado” que emerge de una conflagración de fuego escatológico y un “renacido” saliendo a la luz desde el abismo de su propia desaparición material, podría convertirse en el centro de un panel de Mnemosyne sobre los temas del Nachleben der Antike y la Resurrección cristiana. En este panel el sátiro ocuparía un lugar similar al de la ninfa warburgiana como símbolo paradigmático, y encarnación última, de esta modalidad de Nachleben. Además, retomando el término latino evocado por Didi-Huberman en su lectura del Bilderatlas de Warburg, podemos, a su vez, definir esta figura como un superstes, un “superviviente” de una serie de destrucciones y, por lo tanto, un “testigo” de uno de los casos más fascinantes de Nachleben der Antike en la Historia del Arte.

 

 

La figura clave para la comprensión del programa iconográfico del capitel se encontraba frente a Porter cuando visitó el claustro de Jaca, la imagen del ave fénix, ahí representado emergiendo de entre las llamas de su propia destrucción que son también la cuna de su nueva vida. El fénix era considerado en la Edad Media una “forma e imagen de la resurrección futura”, como explica el Bestiario, condensando ideas del extenso corpus de la exégesis cristiana sobre esta ave cuya existencia se tenía por una verdad incuestionable:

 
Cuando el fénix se acerca a la muerte, recoge especias variadas; son las buenas obras y las diversas virtudes del alma. Amontona las plantas aromáticas y se entierra en medio; es lo que hace el justo, cada vez que rememora el gran número de sus buenas obras. Enciende voluntariamente el fuego con sus alas al calor del sol, pues el justo, con las alas de la contemplación, se inflama al fuego del Espíritu Santo. He aquí, pues, cómo se quema el fénix pero renace de sus cenizas… Mediante este ejemplo, creemos todos en la futura resurrección, y la resurrección del fénix es esperanza, y forma, e imagen, de la resurrección futura. La fe en la futura resurrección no es, pues, un milagro mayor que el hecho de que el fénix renazca de sus cenizas. He aquí que la índole de las aves proporciona a los hombres sencillos una prueba de la resurrección, y la naturaleza confirma lo que la Escritura enseña.1I. Malaxecheverría (ed.), Bestiario Medieval. Antología, Madrid, 2002, p. 124.

 

Para apreciar su brillante diseño en el capitel jaqués, podemos recordar un pasaje de Claudiano, un poeta pagano que escribía para los emperadores cristianos a finales de la Antigüedad: “Las cenizas dan señales de vida; comienzan a moverse aunque no hay nadie que las mueva, y las plumas visten la masa de cenizas […] entre la vida y la vida no había más que ese breve espacio en el que ardía la pira […] Tú has contemplado todo lo que ha sido, has sido testigo del paso de las edades”.2Para las referencias a las citas de este episodio, véase F. Prado-Vilar “The Superstes: Resurrection, the Survival of Antiquity, and the Poetics of the Body Romanesque Sculpture,” in Transformatio et Continuatio – Forms of Change and Constancy of Antiquity in the Iberian Peninsula 500-1500, ed. H. Bredekamp and S. Trinks, Berlin and Boston, 2017, pp. 137-88.

Y, justo, en el capitel, al otro lado del fénix, encontramos precisamente la impactante visión del momento en que el difunto emerge de las llamas del fuego escatológico plenamente restituido a su plenitud corpórea, reflejando el dogma prevaleciente en la iglesia que defendía la carnalidad de los cuerpos de los resucitados, visualizando el Paraíso celestial como una transfiguración de la vida en la tirrena pero ahora purgada de las abyectas consecuencias del pecado original. Los cuerpos de los elegidos, como explicó San Agustín, volverían a asumir su forma mortal, sus rasgos individuales y todos sus órganos, que no estarían sometidos a un uso utilitario ni sufrirían decadencia, sino que serían radiantes y eternamente bellos. Volviendo a un estado prelapsario de desnudez sin vergüenza, los cuerpos serían fuente de deleite y gratificación sensual:

 
Si dijéramos que la carne ha de resucitar para sufrir de nuevo hambre, sed, enfermedades y fatigas, para estar sometida a la corrupción, justamente deberías negarte a creerlo….Resucitará una carne incorruptible; una carne sin defecto, sin deformación, sin mortalidad, ligera, sin peso. Lo que ahora te causa tormento, allí te servirá de adorno…Por tanto…quien crea en el Mediador y viva fiel y santamente, abandonará ciertamente el cuerpo y encontrará descanso; pero luego recuperará el cuerpo, que no será causa de sufrimiento, sino fuente de belleza, y vivirá con Dios por toda la eternidad. Nada habrá que le tiente a desear volver, puesto que tendrá consigo al cuerpo. San Agustín, Sermón 240.

 

 

En el capitel, la belleza de la resurrección cristiana se imagina y se hace visible a través de la resurrección de la belleza clásica. En su articulación anatómica y sus efectos estéticos, este desnudo románico surge de la combinación de varias Pathosformeln clásicas de figuras que participan en danzas extáticas, como el sátiro que se estira para alcanzar un racimo de uvas y la diminuta ménade danzante esculpidas en un pilar galo-romano del siglo III.

Pero lejos de conformarse con una mera reproducción de un prototipo figurativo concreto, el artista medieval estudió los mecanismos de representación mimética de la escultura clásica y, al mismo tiempo, supo explotar la morfología específica del capitel como entorno artístico privilegiado para producir en el espectador el efecto de estar ante un encuentro epifánico. Lo hace, por un lado, usando la función tectónica del capitelenfatizada por la posición agachada y la tensión muscular de las figuras laterales – para realzar, por contraste, la ligereza de un cuerpo que parece flotar suspendido en el espacio; y, por otro lado, diseñando un cuerpo en escorzo cuya plenitud plástica se revela sólo desde la posición más baja del espectador. El resultado es una figura ondulante suspendida en el aire que evoca el efecto que esta figuración adquiere en la tipología clásica de los objetos conocidos como oscilla – discos de mármol que se colgaban en los árboles junto a las arboledas sagradas o en los peristilos de las casas romanas. Expuestos a la intemperie, los oscilla se movían con el viento otorgando a su figuración un efecto dinámico de animación. Tal escena se representa en un célebre altar romano del Museo del Prado que muestra a un sátiro bailando justo debajo de un oscillum. Su impulso antigravitacional se ve acentuado por su relación espacial con el oscillum, cuya decoración, el relieve de una ménade, se hace eco de la danza del sátiro como si representara la continuación de su movimiento en una mise-en-abîme. De este forma, el desnudo jaqués, consiguiendo un efecto aún más dinámico de fuga visual, nos transporta a los fenómenos de la resurrección tal y como los describían autores como Julián de Toledo: “Hemos de entender esto de la misma manera que entendemos que una ligera pluma, un trozo de paja o una hoja delgada y seca son elevados por una ráfaga de viento y un soplo y son llevados a lo alto desde la tierra; de la misma manera, por una mirada o un movimiento de Dios los cuerpos de los muertos se moverán.” 

Consustancial a la creación de esta figura es también un renacimiento consciente de la sensualidad del desnudo clásico, puesto aquí de nuevo al servicio de la escatología cristiana. San Agustín había argumentado que en el cielo no habrá necesidad de sexo ni de reproducción porque la muerte no existirá. También cesará la lujuria (concupiscentia) que proviene del impulso de mantener relaciones físicas, y la visión será el vehículo para alcanzar el placer sensual, que se obtendrá de la contemplación de la belleza. La capacidad de experimentar el goce “carnal” no se perderá, sino que se transformará, porque los ojos de los resucitados estarán dotados de un poder especial (virtus): una mirada potente y penetrante (vis itaque praepollentior oculorum) capaz de captar la belleza que reside en el interior y, al mismo tiempo, lograr un mayor deleite en la contemplación de la belleza exterior que reside en la armonía del cuerpo y en la perfecta articulación de todos sus órganos. 

Esta sensualidad sublimada se codifica en esta figura, cuyo erotismo es tan incuestionable como esquivo. Presenta un cuerpo que rechaza un punto de vista fijo para su completa aprehensión, suscitando así un impulso sinestésico para extender la visión al dominio del tacto acercándonos a la idea de la mirada penetrante de los elegidos en el cielo. Por ello, podría decirse que la gratificación sensual alcanzada por la visión de la belleza corpórea en el Paraíso celestial es similar al placer que el espectador obtiene de la contemplación de la escultura clásica, es decir, de la contemplación de cuerpos desnudos seductores que pueden ser acariciados y “tocados” visualmente, sin penetración, dejándolos a ellos y al que los contempla impolutos. 

 

 

Circulando alrededor del capitel, nos maravillamos ante la habilidad del artista para esculpir en piedra una conflagración de fuego, trasladándonos de nuevo directamente a las descripciones de la fenomenología del fin de los tiempos, tal como la describe Julián de Toledo:

 
Este mundo pasará con una metamorfosis de las cosas, no con una destrucción total […] en la conflagración de todo el fuego del mundo …. los santos estarán en las partes más elevadas, donde no alcanzará la llama de ese fuego […]…convertidos en inmortales e incorruptibles, no serán espantados por el resplandor de ese fuego

 

Llamas petrificadas envuelven a todas las figuras del capitel, desde las criaturas híbridas de cabezas ardientes, atenazadas por sus pecados al reino inferior, hasta la zona elevada donde el cuerpo resucitado asciende en un impulso hacia el cielo, con su cuerpo acariciado por las puntas trémulas de las llamas de las que escapa. La contemplación de esta obra trae a la mente lo que escribió Goethe sobre el grupo del Laooconte: “Si abres los ojos e inmediatamente los cierras, puedes ver todo el mármol en movimiento”, describiendo el efecto de la escultura como un “rayo congelado”, palabras que pueden aplicarse a este capitel en la que realmente asistimos a al equivalente a la conflagración que un rayo deja en un matorral justo después de su caída.

En efecto, la observación sostenida del capitel conduce a una inmersión progresiva en el teatro de la escatología. In ictu oculi, el tiempo físico del espectador se acelera y este pasa a habitar, de repente, el futuro de la profecía donde puede vislumbrar la visión fugaz de las maravillas de la resurrección. La escultura congela un instante del proceso de re-corporeización, un instante de la transformación ontológica de un cadáver en un cuerpo eterno. Estamos ante una instantánea del momento en que la Historia llega a su fin en una conflagración de fuego, y de las cenizas de la Historia surge la vida eterna.

Podríamos concluir que aquí, esa Nueva Tierra que surgirá tras el Juicio Final, concebida como un jardín paradisíaco poblado por bellos habitantes desnudos en la flor de la vida que se deleitan en su belleza sin mancha, es imaginada como si fuese una Roma renacida. La teología de la encarnación y la antropología de la resurrección se imaginan como Nachleben der Antike.

Observamos cómo aquí el dogma cristiano de la resurrección se concibe como un doble nostos (ver panel 5): por un lado, el retorno de la carne sobre la cartografía del cuerpo, y por otro, el retorno del resucitado al Paraíso perdido. Y este doble nostos se visualiza mediante otro “nostos artístico”, el de las Pathosformeln clásicas, que se reactivan para servir de contenedores de la re-encarnación del alma cristiana resucitada.

WARBURG EN JACA

 

El superstes Jaca, a la vez cuerpo “resucitado” que emerge de una conflagración de fuego escatológico y un “renacido” que sale a la luz desde el abismo de su propia desaparición material, podría convertirse en el centro de un nuevo panel de Mnemosyne sobre los temas del Nachleben der Antike y la Resurrección cristiana.

Este panel muestra cómo este sátiro resucitado románico se proyecta sobre dos obras centrales del Renacimiento que, esencialmente, resultan de una confluencia “medieval” de Nachleben der Antike y el dogma de la Resurrección de la Carne: los frescos de Luca Signorelli de la Cappella Nuova de la catedral de Orvieto y la gran obra que, según Vasari, se inspiró en ellos, el Juicio Final de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel (encargado originalmente por el papa Clemente VII como una “Resurrección”). Esta confluencia se vio intensificada por las circunstancias personales de sus creadores y su experiencia personal de la muerte. Vasari cuenta que Signorelli dibujó el cuerpo de su hijo fallecido para preservar la belleza que la naturaleza le había dado, pero que la desgracia de su muerte le había arrebatado. Y, como es bien sabido, Miguel Ángel pintó el Juicio Final en un momento de ferviente catolicismo, cuando se encontraba en un momento de búsqueda espiritual al final de su vida (e incluyó su propio retrato en ese teatro de la escatología)

Así pues, desde una perspectiva epistemológica, este superstes románico permite una reformulación teórica de la noción de Pervivencia de la Antigüedad al mostrarnos los complejos procesos por los que la poética del cuerpo y el poder emocional de la escultura clásica se activaron y transformaron en vehículos para visualizar el misterio cristiano de la resurrección de la carne, y, en este sentido, anticipa aspectos esenciales de la etiología del revival del arte clásico en el contexto del Renacimiento italiano, especialmente en Roma.

No es sorprendente que Nachleben der Antike y la resurrección cristiana se mezclen, precisamente, en el diseño de la imagen de portada del texto fundamental en la que se basa la ficción de la singularidad del Renacimiento: el frontispicio de la edición de 1568 de las Vidas de los Artistas de Vasari. Como observó Didi-Huberman, se trata de una suerte de “Juicio Final pagano” en el que Fama asume el papel del Ángel de la Resurrección, haciendo sonar su trompeta para convocar de nuevo a la vida a los artistas muertos que sufrieron la “segunda muerte”, es decir, la resultante de la destrucción de sus obras y el olvido de sus nombres. Al sonar la trompeta, los artistas muertos salen de la tierra y adoptan cuerpos perfectos que recuerdan a famosas estatuas clásicas, como el Torso Belvedere y el Laoconte, esculturas que, de hecho, también yacían bajo tierra como si fueran cadáveres a la espera de ser “desenterrados” y devueltos a la vida. Temblorosos, recuperan el movimiento con la gesticulación de sátiros ebrios en un thiasos dionisíaco.

Warburg se hubiese deleitado en un análisis del superstes de Jaca pues constituye un “objeto teórico” que se dería ilustar un aspecto de un texto que él leía de forma ávida el Nacimiento de la Tragedia de Nietzsche. Volviendo el rostro hacia arriba, como atraído por la visión de las maravillas celestiales, este “sátiro cristianizado” está embriagado por el deseo de Dios – una instanciación de una Pathosformel de éxtasis jubiloso que, aquí, se desdobla para servir a ambos “dioses de la resurrección”, Dioniso y Cristo – una imagen que trae a la mente un pasaje memorable del Nacimiento de la Tragedia:

 
El sátiro era [para los griegos] la imagen primordial del ser humano, la expresión de sus emociones más elevadas y fuertes, en cuanto que era el entusiasta extasiado al que embelesa la proximidad del dios, como un compañero empático, en quien se repite el sufrimiento del dios, un mensajero que traía una sabiduría que procede de los más profundo de la naturaleza, el símbolo de la omnipotencia sexual de la naturaleza, que el griego está habituado a contemplar con respetuoso estupor. El sátiro era algo sublime y divino: eso tenía que parecerle especialmente a la mirada del hombre dionisíaco, vidriada por el dolor. Nietzsche, Nacimiento de la Tragedia, cap. 9.

Capítulos

Warburg 1923: Kreuzlingen y el ritual de la serpiente

Porter 1923: estrellas, telescopios y románico

Serpientes y renacidos: nacheleben der antike y la resurrección cristiana

Nostos: la cartografía del regreso

5. La creación: prometeo, pigmalión, narciso

6. Ave - eva: la ninfa y la cautiva

7. El despertar de endimión

8. Genealogía y sacrificio: la belleza de la tragedia y el velo de timantes

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