Delineada sobre la superficie de una vieja fotografía distinguimos la figura de A. Kingsley Porter, dirigiéndose con paso decidido hacia una barca que le espera en ese brumoso mar de las costas de Irlanda en el que habría de perderse sin dejar huella el 8 de julio de 1933. Dos días más tarde, el New York Times se hacía eco de la noticia indicando que una borrasca había volcado la embarcación en la que se dirigía a Inishbofin, donde se tomó́ esta fotografía – una pequeña isla celebre por haber sido elegida por San Colman en el s. VIII para fundar una comunidad monástica y donde Porter había construido una sencilla casa de pescadores en la que retirarse a trabajar y meditar “loin des bruits du monde”. En la fotografía vemos a Porter ante la inmensidad del océano Atlántico en el que se perdió́ y donde su biografía entró en la dimensión del mito. Como observó Marcel Aubert en su elocuente obituario, su misteriosa muerte recordaba a la de los héroes de las leyendas medievales, poniendo así́ un lírico colofón a una vida marcada, como la de aquellos, por el viaje y la aventura, por un sentido incansable de la búsqueda personal, intelectual y espiritual. Esa búsqueda se había desarrollado principalmente por los caminos de la peregrinación a Santiago de Compostela, que Porter había recorrido con su cámara documentando los monumentos que estudiaba, resultando en la magna obra cuyo centenario estamos celebrando: Romanesque Sculpture of the Pilgrimage Roads.
Pocas veces un registro fotográfico captura de forma tan esencial el sentido de una vida, tanto por su materialidad física, como testimonio de la trayectoria intelectual de un hombre que incansablemente documentaba a través de ese medio sus objetos de estudio, como en el poder evocador de la imagen que registra, donde la figura solitaria de Porter parece perderse entre la niebla de ese océano que le sirvió de pantalla de pensamiento para dar respuesta a las preguntas que le apasionaban.
Fue a orillas de ese océano en el que Porter se perdió́ donde, ochocientos años antes, otro intelectual con el nombre de Giraldo de Beauvais trabajaba en una obra en la que intentaba preservar la memoria del mismo paisaje humano y monumental al que el profesor de Harvard dedicó gran parte de su vida. Escribía Giraldo para que el mundo que conocía y la hazañas de su patrón, el arzobispo de Santiago Diego Gelmírez, no se viesen envueltos en la “nube del olvido” (oblivionis nube). De los diversos autores que participaron en la composición de la hoy llamada Historia Compostelana, Giraldo es el más culto, inteligente, perceptivo y poético, citando frecuentemente referencias clásicas para describir los eventos de los que fue testigo. En varias ocasiones invoca a personajes de la Odisea para describir el trayecto de la traslación del cuerpo del apóstol desde Jerusalén a Santiago, o los peligros que acechaban a los viajeros compostelanos en su periplo por tierras hostiles. Como se desprende de su reelaboración del relato de la traslación del apóstol, no se le escapaba a un hombre de su estatura intelectual que la propia ciudad de Santiago había surgido como una especie de Ítaca celestial a la que habían llegado unos navegantes que, al igual que Ulises, habían cruzado el Mediterráneo en una embarcación y, tras sortear a Caribdis, Escila y otros muchos peligros, habían conseguido alcanzar su destino. En efecto, la comparación de la travesía del apóstol con la trayectoria del héroe griego tenían una dimensión literal de veracidad geográfica ya que, según las leyendas medievales Ulises no se había detenido en Ítaca sino que se había embarcado de nuevo cruzando las columnas de Hércules para adentrarse en el Atlántico en busca de una tierra prometida.
Desde los inicios del cristianismo, autores como Hipólito de Roma (s. III) utilizaron episodios del mito de Ulises para introducir cuestiones dogmáticas y pastorales, coincidiendo con un momento en el que la iconografía moralizada de la Odisea tenía una presencia consolidada en las artes visuales, como demuestran los numerosos sarcófagos conservados hoy en las colecciones vaticanas, producidos indistintamente para comitentes paganos y cristianos. Según estos autores, el mar por el que navega Ulises representa la existencia terrena, el saeculum, que el hombre tenía que atravesar para poder regresar a Ítaca, el paraíso del que el primer hombre había sido expulsado. El mástil al que se ata Ulises es una figura de la cruz y, a la vez, del cristiano salvado por el madero sobre el que se sacrificó el hijo de Dios. Los compañeros de Ulises son sus seguidores más distantes a los que sin embargo alcanza la sombra redentora de la cruz, como había ocurrido con el buen ladrón, mientras que la cera con la que tapa sus oídos representa las Sagradas Escrituras. Todas estas ideas se recogen en una de las obras más populares y representativas de la época en la que escribía Giraldo, el Speculum Ecclesiae de Honorio de Autun, un compendio de sermones ávidamente leído y usado como guía para la creación de motivos figurativos en algunos de los grandes programas iconográficos del siglo XII.
No es extraño por lo tanto que la gran catedral que Gelmírez, Giraldo y los otros miembros de la canónica, estaban construyendo en el centro de peregrinación más importante de Occidente albergue la representación más espectacular del Odysseus christianus en el corpus del arte medieval. Se encuentra en una columna de mármol conservada en la actualidad en los museos catedralicios, procedente de la portada norte del transepto, conocida en la Edad Media como la Porta Francigena. Esta era la entrada a través de la que accedían al templo los innumerables peregrinos que, tras haber recorrido un largo camino salpicado de tentaciones y peligros, se acercaban a la tumba de Santiago, el apóstol cuyo cuerpo, al igual que Ulises – el omnium peregrinus (el peregrino eterno) como lo denomina el mitógrafo Fulgencio trazando la etimología del nombre griego de Ulises a olonxenos (Mythologies 2.8) –, había cruzado las columnas de Hércules para descansar eternamente en los confines occidentales del mundo conocido.
En los cuatro registros helicoidales del fuste se despliega un sermón en imágenes compuesto, en su núcleo central, por episodios cristianizados de la epopeya de Ulises. En ellos se combina un discurso moralizante presentando a Ulises como el ejemplo modélico de peregrino que, superando las tentaciones del camino, consigue alcanzar su meta espiritual, con una exposición doctrinal en clave tipológica sobre la Encarnación de Cristo y el papel de la iglesia en la odisea cristiana de la salvación. En el registro central se recapitulan las líneas principales de la interpretación cristológica del episodio de Ulises en su confrontación con Escila y las sirenas, incidiendo en la metáfora del acto salvífico de cubrir con cera los oídos de sus seguidores. Vemos a Ulises, caracterizado como un soldado medieval, extendiendo su brazo izquierdo con un gesto protector en torno a la cabeza de un acompañante hasta cubrir su oído con la mano, apartándolo así de la amenazante presencia de una sirena, preparada con su lanza para asestar el golpe mortal. Al otro lado, los dos hombres están acosados por Escila, uno de los monstruos marinos más conocidos de la Odisea, representada aquí con los rasgos de su iconografía clásica, que sobrevivió en la Edad Media, a través de descripciones textuales y de las artes visuales: un torso femenino con feroces caninos en la cintura y una cola de pez que utiliza como timón.
Hoy descontextualizada en el museo de la catedral de Santiago, esta obra maestra de la escultura europea se activaba en todo su potencial artístico cuando se contemplaba en el escenario de la plaza para la que fue concebida, cuya escenografía describe el autor del Libro V del Códice Calixtino:
Cuando un peregrino llegaba a esa plaza, presidida por una fuente de la que salían cuatro chorros que se expandían por el suelo como si fuesen los ríos del Paraíso, se encontraba inmerso en una escenografía que lo trasladaba a las sensaciones y sonidos de los principios del mundo, al Génesis. En el lienzo pétreo que se erigía ante sus ojos – un verdadero panel de Mnemosyne tridimensional – veía relieves que narraban la historia de sus antepasados (Adán y Eva) y las causas por las que los descendientes de estos, es decir, la humanidad, se habían visto abocados a un peregrinaje incesante por el mundo terreno en busca del camino de regreso, físico y espiritual, a esa Ítaca celestial de la que los primeros padres habían sido expulsados. Y allí, al acercarse a la entrada del templo el peregrino vería esta columna de mármol transfigurándose en un géiser de agua a través del que navegaban figuras en constante metamorfosis que lo interpelarían por su poder y misterio. Quizá este peregrino podría haber adquirido de uno de los cambistas (cambiatores) que tenían sus puestos en esa plaza una moneda acuñada en Santiago y ver en ella una representación de la traslación marítima del apóstol. Colocándola sobre la palma de su mano, el peregrino podría haber acariciado los contornos de la milagrosa barca, con su mástil cruciforme y el perfil del sagrado cuerpo de Santiago tumbado boca arriba en compañía de sus dos discípulos. A continuación, podría haber echado un vistazo a la embarcación esculpida en la misteriosa columna de mármol y proceder a tocarla, creando una conexión háptica entre una barca sin timón y la otra. Sintiendo curiosidad por el significado de lo que estaba viendo, habría iniciado un proceso de interpretación, buscando afinidades con cosas ya vistas, oídas, tocadas o leídas, impulsando así estas imágenes hacia una navegación semántica a medida que se movilizaban en su mente. Podría incluso este visitante haberse encontrado en esa plaza con uno de los jóvenes que salían de la escuela catedralicia, quien le habría podido comentar que el milagroso viaje del cuerpo del apóstol Santiago hasta su última morada en los territorios atlánticos más occidentales del mundo conocido, siguió el mismo recorrido que el viaje atlántico de Ulises, como su maestro. Giraldo de Beauvais, había escrito.
Quizá también este estudiante podría haberle enseñado un dibujo que reflejaba uno de los mappamundi que se diseñaban en Santiago, y del que conservamos un “descendiente” en el manuscrito conocido como el Beato de Burgo de Osma (Burgo de Osma, Catedral de Burgo, Biblioteca capitular, MS Lat. 1, fols. 34v-35r), fechado en 1086. En el se ven pruebas de la confluencia de la cartografía mítica de la Antigüedad – mostrando la memoria viva de Troya y la navegación hacia el oeste de Ulises –, con la topografía bíblica y los conocimientos geográficos más actuales del momento de su realización. Al este, Troya está representada al otro lado del Bósforo, frente a Constantinopla, como si aún estuviera en pie. Al oeste, vemos “Olisbona” (Lisboa), la ciudad cuyo topónimo alude a su fundación por Ulises, tal y como la relatan geógrafos romanos como Estrabón y Solino. Navegando por la costa atlántica de la Península Ibérica, se llega a Galicia, que el iluminador representa como la región más extensa de Hispania, con sus dos hitos monumentales: uno romano, el faro de Brigantium (la actual Torre de Hércules de A Coruña), que pertenecía al obispado de Santiago de Compostela, y el otro, románico, la catedral de Santiago que estaba en construcción cuando se diseñó este mapa.
Visualicemos la Porta Francigena como si fuese un panel tridimensional de Mnemosyne animado por su inserción en la escenografía líquida de la plaza del Paraíso que estaba presidida por una gran fuente. Al realizar una inmersión sinestésica en ese teatro envolvente, los visitantes se veían interpelados a absorber su significado central mediante un desplazamiento visual sobre la configuración de imágenes y antiguas Pathosformeln, con el fin de aprehender las relaciones tipológicas, formales y emotivas entre ellas. De este modo, la Porta Francigena funcionaba como una pantalla de meditación que ayudaba a los peregrinos a comprender la dimensión de su peregrinación a Santiago en el contexto general de la historia de la Redención, encontrando referentes tipológicos, alegóricos y morales, empezando por Adán como primer peregrino, pasando por Ulises, como omnium peregrinus a Occidente, hasta llegar a Cristo, cuya propia ardua peregrinación por la tierra se prefiguraba en esta portada con el relieve de la Anunciación que presidía el tímpano de su entrada izquierda.
Vemos entonces que, de la misma forma que el mapamundi de Osma nos presenta una cartografía centrada en Santiago y articulada en torno a la idea de la peregrinación, sacra y mítica, a Compostela, la Porta Francigena nos ofrece una cosmología que, de nuevo, tiene a Santiago y el peregrinaje, sacro y mítico, como eje definidor del devenir de la historia y del espíritu. Si el mapamundi oxomense ofrece testimonio de cómo un área periférica de la cristiandad puede ser convertida en centro a través de una geografía simbólica y mítica de lo sacro, la Porta Francigena muestra un ejemplo de cómo un santuario periférico en el contexto de la historia de la salvación se puede constituir en centro a través de una concepción de la historia universal como una sucesión tipológica de peregrinaciones que anticipan la peregrinación paradigmática a Santiago realizada en el presente del que contempla la portada.
Por lo tanto, el ambicioso programa de exaltación de la sede jacobea y de la peregrinación que vemos expresado en el mapamundi oxomense en forma cartográfica, se plasma también en la Porta Francigena en forma cronográfica o de historia universal. Ciertamente, desde el punto de vista estructural, la presencia del episodio de Ulises en esta portada se ajusta al esquema de sincronización de la historia universal cristiana y pagana que dominaba en el occidente latino desde la sistematización de cronologías paralelas realizadas siguiendo el modelo de Eusebio-Jerónimo. Un manuscrito del siglo IX que contiene el Chronicon de Eusebio/Jerónimo, probablemente producido en el monasterio de Reichenau, muestra el diseño visual del modelo, presentando una distribución tabular expuesta en un bi-folio con las cronologías paralelas de los acontecimientos bíblicos y la historia pagana. En la zona inferior derecha del bifolio, se registra la historia de Sansón y se compara con los trabajos de Hércules, junto a referencias al episodio de Ulises en su enfrentamiento con Escila y las sirenas. Los maestros de la escuela catedralicia de Santiago seguramente conocían el sistema cronológico tabular de Eusebio/Jerónimo y podrían haber encontrado en él un modelo para ordenar los acontecimientos históricos, lo que les permitió insertar episodios de la historia pagana en la configuración tridimensional de la fachada.
Esta organización cartográfica y cronográfica que subyace al diseño de la Porta Francigena establece un diálogo con la arquitectura hermenéutica de la “máquina de la memoria” de Warburg. Sigrid Weigel ha subrayado este “aspecto del ‘vagabundeo’ como figura epistémica y como práctica de lectura de imágenes” en el Bilderatlas de Warburg, señalando que los paneles de Mnemosyne combinan “un modo premoderno y uno moderno de construir el mundo y el orden del cosas” y afirmando que Warburg era, en ese sentido, “un seguidor moderno de la cartografía tardoantigua y medieval”. Escribe Weigel:
No cabe duda de que los paneles A, B y C de Warburg, en los que proporciona una gramática y una sintaxis introductorias con las que leer los sesenta paneles siguientes, son una prueba de esta hibridez epistemológica. El panel A presenta los “diferentes sistemas de relaciones en los que se sitúa la humanidad”: cosmografía (la orientación de los astros), geografía (cartografía de los intercambios en el Mediterráneo) y genealogía (ramificaciones familiares del orden social). Del mismo modo, como hemos visto, los modelos cartográficos y cronográficos subyacen a la estructura tipológica básica de la Porta Francigena.
En su proyecto Liquid Antiquity, la clasicista Brooke Holmes propone repensar “las propias formas en que la Antigüedad viaja dentro y a través de las distintas comunidades”, y plantea entrar “en el espacio imaginativo de lo que Michel Serres ha bautizado como ‘historia líquida’… para abordar modelos no lineales del tiempo como los pliegues, la anacronía y la serialidad, modelos inspirados en la lógica turbulenta de ríos y mares y en la capacidad del agua para establecer conexiones a través de grandes distancias”.4 B. Holmes, “Liquid Antiquity,” en Liquid Antiquity, ed. B. Holmes y K. Marta, Ginebra, 2017, 18–59, esp. p. 39.
Este aspecto también está presente en el concepto de Nachleben de Warburg, que, como señaló G. Didi-Huberman, es “desordenado, confuso, proteico, líquido, oceánico en su alcance y complejidad, impermeable a la organización analítica”5G. Didi-Huberman, “Artistic Survival: Panofsky vs. Warburg and the Ex- orcism of Impure Time”, Common Knowledge 9.2 (2003): 273–85.
. Como hemos visto, en el Atlas Mnemosyne Warburg rechazó la exposición discursiva y la periodización rígida y presentó su investigación en forma de una cartografía de imágenes que tenían el movimiento como principio operativo fundamental, no sólo en el diseño de los paneles individuales sino también en su funcionamiento, porque el espectador se veía obligado a realizar una serie de desplazamientos mentales y físicos, empezando por una peripeteia visual sobre la constelación de fotografías yuxtapuestas en cada panel, para descubrir la migración de formas y símbolos, y sus complejas trayectorias, temporalidades y ritmos de supervivencia.
Para servir de pantalla de meditación para la navegación que haremos de la Porta Francigena en esta exposición, insertemos la columna de Ulises, a modo de desbordamiento parergonal, en el panel más acuático de del Bilberatlas Mnemosyne, organizado por Warburg en torno las ilustraciones del célebre episodio de la Eneida de Virgilio, cuando Neptuno pronuncia su amenazador “Quos ego” para apaciguar a los vientos desobedientes. Al añadir esta “tempestad de mármol” sobre la constelación de imágenes flotantes de Warburg, pretendemos introducir un vórtice disruptivo (clinamen) que permita abrir una nueva dimensión en el panel Mnemosyne, como si fuese la columna acuática de turbulencias descrita por Lucrecio en De rerum natura, “demissa columna in mare de caelo decendat…”
Este nuevo panel de Mnemosyne resultante – desgarrado por la tempestad marmórea de fantasmas “medievales” de la Antigüedad que giran furiosamente en espiral desafiando el Quos Ego “renacentista” de Neptuno – podría ir acompañado de una glosa introductoria, que subraye la frecuente invocación que hace Warburg de la mitología de las fuerzas primigenias del mar en la definición teórica de su proyecto, incluido su uso recurrente de la figura multivalente de las olas. Dominic Green ha resumido este aspecto:
En los próximos paneles de esta exposición, realizaremos una navegación por ese panel de Mnemosyne líquido y envolvente que es la Porta Francigena. El breve periplo por las bandas helicoidales de la columna de agua compostelana, con la que hemos comenzado, donde encontramos al protagonista del nostos más famoso de la Antigüedad, nos sirve para introducir el concepto de nostos (viaje de regreso) como término crítico que nos servirá para profundizar en las complejidades de los procesos por los que figuras del imaginario visual y literario clásico se reactivan y transforman en contextos culturales posteriores, entendiendo este nostos como un viaje de regreso a través del tiempo líquido de la historia que implica, a la vez, un desplazamiento sobre la cartografía personal de la memoria de los artistas que crearon las obras donde estos nostoi se manifiestan, y de los espectadores que las contemplaron a los largo de los siglos.