Tras el éxito de la publicación de Romanesque Sculpture of the Pilgrimage Roads, Porter retomó la investigación de campo centrándose en el románico español, animado por su amigo Bernard Berenson a quien muestra su agradecimiento en esta carta enviada desde el Grand Hotel de France de Valladolid. Entre el “material novedoso más inesperado” que descubrió en ese viaje estaba una obra capital del románico hispano, la lauda sepulcral de Alfonso Ansúrez (†1093), el hijo del célebre conde Pedro Ansúrez, alto funcionario de la corte del rey Alfonso VI de León-Castilla (r. 1065-1109) que murió siendo todavía un adolescente en 1093 y fue sepultado en el monasterio cluniacense más importante del reino, San Benito de Sahagún (antiguamente Santos Facundo y Primitivo). A la importancia iconográfica de su decoración escultórica se añadía el hecho de que su epígrafe daba una fecha segura para la datación correlativa de una serie de monumentos del románico hispano relacionados estilísticamente con ella, como San Martín de Frómista y San Zoilo de Carrión. Cuando Porter llegó a Sahagún encontró la lauda en estado de semi-abandono en el cementerio municipal, reutilizada en un enterramiento moderno. Algunas de las fotografías que tomó fueron publicadas pocos meses después en un artículo del Art Bulletin donde hacía una recensión del Catálogo Monumental de España, Provincia de León, de Manuel Gómez-Moreno, detallando los tesoros que se daban a conocer en él, incluida la lauda.1A. K. Porter, “Leonesque Romanesque and Southern France”, Art Bulletin 8.4 (1926): 235-50. Cuando este artículo vio la luz, la preciada pieza estaba ya camino del Museo Fogg de Harvard tras a haber sido adquirida por Porter a la familia saguntina que detentaba su propiedad a través del infame marchante Arthur Byne. Su nueva ubicación se reveló al mundo dos años más tarde cuando Porter publicó su libro sobre la escultura románica hispana, Spanish Romanesque Sculpture (1928) provocando una reacción inmediata de los eruditos españoles que movilizaron a las autoridades y al cuerpo diplomático para reclamar su devolución. Se inició así una negociación liderada por el historiador del arte Ricardo de Orueta, especialista en escultura funeraria y futuro Director General de Bellas Artes en el gobierno de la II República, que culminó en un acuerdo por el Museo Fogg accedía a devolver la lauda para ser depositada en el Museo Arqueológico Nacional a cambio de varias piezas de su colección, incluida una de las columnas románicas de mármol que habían sostenido el primitivo altar del apóstol Santiago, procedente del monasterio compostelano de San Paio de Antealtares.
En febrero de 1933, mientras que Porter encaraba su último semestre de docencia en Harvard, antes del trágico verano de su desaparición, las autoridades españolas celebraban el retorno de la lauda con una solemne presentación en el Museo Arqueológico Nacional de la que se hizo eco la prensa nacional y norteamericana resaltando el acuerdo alcanzado como un ejemplo de resolución amistosa de reclamaciones patrimoniales. Es en este punto donde iniciamos el recorrido por la constelación de fotografías que integran este panel de Mnemosyne dedicado a la lauda y a las dos personas cuyas trayectorias vitales se entrecruzan en torno al su devenir histórico, A. Kingsley Porter y Ricardo de Orueta. Como veremos, cada una de las fotografías registra un encuentro intersubjetivo único entre ellos y las figuras esculpidas en mármol, especialmente el retrato del joven Alfonso, representado en el momento de su resurrección en perspectiva escatológica siguiendo modelos clásicos del mito de Endimión. El análisis estético, teórico y técnico de estas fotos sirve para revelar aspectos esenciales de la lauda, presentándola como un caso excepcional para investigar el papel de la belleza en la dialéctica de la muerte y la resurrección, tanto en el contexto del dogma cristiano, como en las discusiones teóricas en torno a la cuestión central de esta exposición, Nachleben der Antike.
LA MIRADA CREPUSCULAR DE ORUETA
Esa mañana de sábado del 18 de febrero de 1933 en el Museo Arqueológico Nacional dos fotógrafos pulsaron el botón de la cámara al mismo tiempo ofreciéndonos dos perspectivas de un momento excepcional en el que vemos a Orueta absorto en la contemplación de la lauda, ajeno a la frenética actividad que se desencadena en torno a él. Si unimos las fotos en un díptico obtenemos un retrato estereoscópico que encuentra su análogo literario en las líneas que Juan Ramón Jiménez dedicó a Orueta en su Españoles de tres mundos:
Observamos a Orueta en un instante de íntima comunión visual con la lauda, donde parece haber detenido el tiempo, “como Josué detuvo el sol”. Hipnotizado por la presencia obra, parece estar en un estado de “densidad centrípeta”, un proceso de ensimismamiento que ofrece testimonio de lo que Alexander Nemerov llamó “el poder de lo estético para detener el mundo, para inhalar el universo, para internalizarlo como una forma escultóricamente densa”.3A. Nemerov, Acting in the Night: Macbeth and the Places of the Civil War, Los Angeles, 2010, p. 35. Quizá Orueta esté realizando un flashback a un momento del pasado, cuando visitó el cementerio de Sahagún con su cámara y estuvo frente a la lauda en esta misma posición subido a un taburete para captarla toda su extensión.
En la foto que tomó aquel día se crean una serie de ecos visuales en los que se establece un diálogo entre el fotógrafo y los personajes de la lauda, que parecen reaccionar a su presencia con una sacudida repentina de animación. Sus pies encuentran su eco en los pies descalzos del ángel que está revoloteando directamente frente a él. Cerca de este, otro ángel, con la mirada fija en la cámara, balancea un incensario y apunta a los pies flotantes de su compañero, como para señalar, con un cierto desdén, el don que el visitante humano desearía tener, pero del que carece, la capacidad de volar.
A través de la lente de la cámara, todo parece flotar en ese universo de mármol: una extensión mineral salpicada de partículas sueltas de gravilla que se expande más allá́ de sus límites materiales en una explosión cósmica de polvo, hierba seca, y guijarros. Situado en el borde mismo que marca el límite entre la obra de arte y el terreno baldío circundante se encuentra el centro magnético hacia el que gravitan todos los cuerpos. Allí está figurado un firmamento organizado en círculos concéntricos de donde emerge la mano de Dios para re-crear la vida. El propósito de la intervención divina aquí no es para alumbrar la creación a partir del vacío primordial, sino para iniciar el desencadenamiento de los acontecimientos del final de los tiempos. La inscripción junto a la mano dice Dextera Christi (la derecha de Cristo), indicándonos que no estamos en el contexto temporal del Génesis, sino en el de la escatología, preludio de la segunda Venida de Cristo al final de los tiempos. Frente al fotógrafo está una representación del momento culminante descrito en el evangelio de San Juan:
Respondiendo al mandato de Dios aparece el retrato del joven Alfonso cuya vida estaba destinada al olvido de no haber sido por el amor de sus padres, el conde Pedro Ansúrez y su esposa Eilo, que, buscando consuelo en la esperanza de reunirse con él en el cielo, encargaron esta preciosa lauda sepulcral decorada con imágenes que anticipaban el cumplimiento de la promesa de la resurrección. Al igual que ocurría con el “capitel del sátiro” de Jaca, que formaba parte de la desaparecida capital funeraria del conde Sáncho Ramírez, aquí la obra de arte es un agente mismo de resurrección, ya que aunque hoy no se conservan los restos mortales de Alfonso y ya solo quedan las ruinas del esplendoroso monasterio donde se encontraba originalmente su tumba, su figura y su memoria perviven precisamente gracias a la lauda.
Además de un agente de resurrección, la lauda era también un vehículo de consolación. Cada vez que Pedro y Eilo visitaban la tumba de Alfonso en los años posteriores a su muerte, se encontraban cara a cara con la imagen de su hijo retratado en el momento exultante en que resucita de entre los muertos, impulsando sus manos hacia adelante para coger la mano de Dios. Revoloteando a su lado está el águila de San Juan, símbolo de la resurrección de la carne, que agarra el evangelio donde se narran precisamente las tribulaciones y los triunfos de los creyentes en la plenitud de los tiempos, pasajes que, recitados durante la liturgia de la Oficio de Difuntos, habrían proporcionado a Pedro y Eilo cierto consuelo al participar activamente con sus oraciones en la salvación de su hijo.
No obstante, mucho más efectivo como vehículo inmediato de consolación habría sido su encuentro con esta encarnación pétrea de Alfonso. Escribía Nathaniel Hawthorne en su novela El fauno de mármol (1860) que “los momentos fugaces, las emergencias inminentes, los intervalos imperceptibles entre dos suspiros, no deberían estar incrustados con el eterno reposo del mármol”. Y, sin embargo, eso es exactamente lo que el artista medieval consiguió materializar aquí en piedra, el momento fugaz de la transformación cuando “en un abrir y cerrar de ojos (in ictu oculi), a la última trompeta […] los muertos resucitarán incorruptibles, y todos seremos transformados (1 Corintios 15: 51-4).
La retórica del retrato está diseñada como si Alfonso reaccionara ante dos presencias repentinas: la primera, la de Dios, hacia quien extiende sus manos, y la segunda, la del espectador a quien mira fijamente en un gesto de reconocimiento. Por lo tanto, además de la resurrección ilustrada en la imagen, como una representación prospectiva de los eventos del final de los tiempos, hay otra resurrección de la imagen que ocurre, en tiempo presente, cuando se coloca bajo la mirada de los vivos.
En ese instante se activa el cuerpo petrificado de Alfonso, sus ojos se transforman en espejos que reflejan la emoción que proyecta la mirada de los visitantes a la tumba. Uno puede imaginar la alegría que sentirían los padres al encontrarse con esta visión de su hijo en el momento en el que despierta de su sueño eterno y los mira con asombro como si les reconociese. En su visita al lugar de descanso final de su hijo, los padres se sentirían transportados a la experiencia de ese momento en el que el niño se despierta de su sueño eterno en compañía de una cohorte angelical, y lo ven de nuevo, vivo y feliz, justo antes de su viaje final hacia la vida aterna. Vemos, en definitiva, cómo la configuración visual interactiva de la lauda crea un teatro envolvente que absorbe al espectador transformando un lugar de muerte y duelo en uno de vida y esperanza.
Para crear esta sofisticada composición escultórica, el artista medieval se inspiró en el arte clásico, particularmente en un tipo específico de sarcófago de Endimión en el que la figura del bello pastor, recostado en su letargo mortal, aparece aislada y monumentalizada sin contexto narrativo, para acentuar su identificación con los restos del difunto que se encuentran dentro del sarcófago. En un ejemplo del Palazzo Braschi de Roma, la figura del difunto, retratado como Endimión, mira al espectador de forma que este se ve obligado, al entrar en la cámara funeraria, a adoptar el papel de la visitante enamorada del mito, Selene, para descubrir la visión de la belleza eterna congelada en un sueño permanente, es decir, la negación de la muerte y sus abyectas consecuencias, que están en el centro del mito, motivo por el que se convirtió en un tema popular en la escultura funeraria romana. Dentro del rico repertorio de Pathosformeln clásicas de este tema a las que pudo acceder el escultor medieval, también incorpora otro tipo de Endimión “despierto” como el que aparece en un fragmento de un sarcófago romano, hoy en Berlín, donde el pastor levanta los brazos como para buscar la compañía de su amada que ya empieza a irse al llegar el día.
El papel de la luz de la luna como fuente de vida en el mito clásico, escenificada con aterciopelada delicadeza en el célebre cuadro de El sueño de Endimión (1791) de Anne-Louis Girodet ayuda a explorar otra modalidad de resurrección capturada en la fotografía. Si en el mito, la luminosidad de la luna acaricia el cuerpo de Endimión imbuyéndolo de un escalofrío de vida, de la misma forma en la fotografía, es la acción combinada de la irradiación cenital, y el dispositivo de la cámara sensible a la luz, lo que anima el cuerpo resucitado de Alfonso, activando las formas plásticas del relieve con una sacudida de animación. Vemos cómo la cámara intensifica la tactilidad iridiscencia del mármol y hace que la figura parezca saltar de su letargo mineral y transformarse, ante nuestros ojos, en carne trémula.
En otra fotografía descubrimos que Orueta regresó al cementerio en compañía de otras personas y, como si se tratase de la escena de un sarcófago romano donde Selene desciende de su carro para visitar a su amado, así el fotógrafo bajó del taburete para permanecer inmóvil ante la lauda, acercándose a Alfonso que, como el Endimión reclinado del sarcófago, traspasa el marco de la representación con uno de sus pies que se superpone a los límites del círculo exterior del firmamento.
La sombra proyectada por la estructura de madera que usaron para sostener la cámara revela que la luz del sol incide en la losa marmórea desde el lado donde está labrado ese firmamento, de forma que el teatro de la naturaleza completa la escenografía esculpida en la lauda estableciendo una continuidad entre la iluminación celeste que viene del exterior y la que se representada dentro. Estas sombras también hacen la función de un reloj de sol que marca las horas e introduce así una dimensión de tiempo estacional en la fotografía, estableciendo, a su vez, un contraste radical con otro reloj que también aparece en la fotografía: el “reloj escatológico” que está inscrito en la propia lauda, en el epígrafe cincelado a lo largo de la moldura longitudinal donde se registra la fecha de la muerte de Alfonso. Esa es la fecha que marca el inicio de la cuenta atrás para su resurrección, es decir, para el momento en el que saldrá de la tumba, retirando esta misma tapa que en el cementerio cubría sus restos.
Siguiendo los pasos de Orueta, Porter llegó al cementerio de Sahagún en 1925 y, a través de su cámara vemos la lauda sola en un abandono crepuscular, parcialmente enterrada en el barro, con la hierba asomando por sus grietas, como si la Naturaleza quisiera recuperar la piedra, succionándola lentamente para reincorporarla a su matriz geológica. La visión distante del fotógrafo crea la fantasía de que estamos contemplando un mundo de cosas ajeno a la presencia humana. Alejada e incorpórea, la cámara pretende adoptar la posición de ese “gran espejo cóncavo que refleja la imagen de todas nuestras acciones y fotografía cada uno de los actos que observa sobre superficies vivas y muertas”. El color sepia de la fotografía evoca una visión nocturna como cuando nos imaginamos a la luna iluminando periódicamente la figura de mármol de Alfonso, haciéndola brillar con distintas intensidades según las fases del calendario lunar. Cogiendo la fotografía en la mano podemos iniciar una una inmersión visual, deslizándonos a una ensoñación mitológica en el que, a medida que el día se transforma en noche en el cementerio, imaginamos a Selene visitando a su Endimión románico para animar su epidermis con el toque iridiscente de sus rayos. Una escena así flotaría en el imaginario de la Edad Media, accesible a través de diferentes materializaciones Pathosformeln clásicas del mito, ya fuera en su rotunda presencia plástica sarcófagos romanos que los que hemos visto o en apariciones etéreas en piedras preciosas translúcidas, como un bello entalle de calcedonia ahora en Hannover. En este pequeño objeto, la dimensión del mito de Endimión como alegoría de la poética de la imagen fotográfica, se ve realzada por el hecho de que el artista creó una impresión en negativo del encuentro amoroso que, como si fuese una placa de vidrio fotográfica, podía ser replicada al contacto, facilitando el viaje de sus Pathosformeln a través diferentes contextos históricos.
Al igual que en caso de las fotografías de Orueta, en esta fotografía se representan múltiples registros de tiempo a través de los objetos que contiene. Tirados en el suelo a lo largo de planos horizontales paralelos se encuentran dos artefactos que marcan las coordenadas temporales que delimitan la existencia humana: al fondo vemos una escoba y, cruzando el centro de la imagen, la lauda sepulcral. La escoba nos recuerda nuestra corporeidad básica, el hecho de que estamos sujetos a realizar las tareas repetitivas cotidianas de limpiar los residuos producidos por nuestros cuerpos abyectos. Por el contrario, la lauda es un bello objeto fabricado con materiales nobles y duraderos sobre los que, a través del arte y la destreza del hombre, se esculpen imágenes que representan el momento mismo en que un cadáver descompuesto recobrará su plenitud para realizar ese salto final que le impulsará más allá del tiempo, y de la Historia, hacia la morada eterna.
Si recorremos la fotografía desde la escoba hasta la lauda, pasamos de la rhopografía a la escatología a lo largo de un eje diagonal que desemboca en un objeto sagrado – un cáliz cóncavo que evoca el “gran espejo cóncavo” del cielo – un objeto central tanto en el diseño de la lauda como en la fotografía. Vemos cómo los ángeles señalan con sus dedos índices ese objeto, que no es otro que el calix salutis perpetuae (el cáliz de la salvación eterna) del Canon de la Misa, garantía de la promesa contenida en el evangelio de San Juan 6,54: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día”. Esa es la promesa que se cumple al otro lado de la lauda donde se representa el cuerpo resucitado de Alfonso. Podemos decir que, tanto en la obra de arte como en la fotografía, el cáliz es un vórtice gravitatorio que engulle el espacio-tiempo a su alrededor: el tiempo de la naturaleza, el tiempo de la vida, el tiempo del arte, el tiempo de la historia y el tiempo de la escatología.
Si, como hemos visto, esta fotografía, que nunca fue publicada por Porter, registra la inserción fenomenológica de la losa de mármol en el mundo, también constituye el preludio de su inscripción en el canon de la escultura románica y la historiografía medieval ya que fue durante esa visita al cementerio de Sahagún en 1925 cuando Porter realizaría las otras fotografías que publicó en su artículo del Art Bulletin por el que se daría conocer esta obra a la comunidad internacional.
La principal fotografía que eligió para esa publicación ocupa verticalmente una página completa de la revista, ofreciendo un punto de vista en contra picado de la lauda con la cámara situada en una posición elevada como si fuera el sol o la luna iluminando la obra -sus rayos haciéndose visibles en la superficie marmórea a través de las ondulaciones del firmamento esculpido en ella. La cámara, y nosotros como espectadores, habitamos ese centro magnético hacia el que gravitan todas las figuras, creando la ilusión de que asistimos a almas que surgen de las entrañas de la tierra y se hacen progresivamente visibles a medida que atraviesan la superficie de mármol, permitiéndonos ver momentáneamente sus contornos como si fueran acreciones de la piedra, justo antes de que continúen flotando en su movimiento ascendente más allá de los límites pétreos de la obra, un efecto que se ve reforzado por el brillante detalle del escultor de hacer que el pie izquierdo de Alfonso traspase el borde exterior del firmamento esculpido.