El núcleo generador de esta cosmogonía pétrea es el díptico formado por los relieves que representan la Creación y la Animación de Adán, dos episodios que se narran sucintamente en el pasaje del Génesis anteriormente citado: “Y Dios el Señor formó al hombre del polvo de la tierra; entonces sopló en su nariz aliento de vida y el hombre se convirtió en un ser viviente”. Por ello, desde la Tardoantigüedad, autores cristianos realizaron expansiones poéticas del relato para hacer más atractivas tomando como inspiración a los grandes autores de la literatura latina como Ovidio o Virginio. Este es el caso Hilario de Arles (429-49) quien en su Metrum in Genesin reescribe la creación de Adán presentando a Dios como escultor. No por casualidad, este autor fue enterrado en un sarcófago romano decorado precisamente con el mito de Prometeo esculpiendo al primer hombre, que seguramente fue elegido debido a la facilidad con la que su figuración se adaptaba a una interpretación cristiana. Con otros muchos sarcófagos romanos, este se encontraba en el cementerio de Alyscamps en Arles, una parada obligatoria en la Vía Tolosana de los caminos de peregrinación a Santiago y a Roma, que el autor de la Guía del Peregrino del Códice Calixtino describe como si fuese un verdadero “museo sin muros”, donde los visitantes, entre ellos patronos y artistas como los que realizaron la Porta Francigena, podían maravillarse ante una inmensa explanada llena de “paneles de Mnemosyne” marmóreos:
Otra dimensión del relieve de la Animación de Adán surge de su ubicación actual en una esquina de la Portada de Platerías de la catedral de Santiago, adonde fue trasladado en el siglo XVIII tras el desmantelamiento de la Porta Francigena, situándolo cerca de una escena neotestamentaria con la que está íntimamente relacionado tanto a nivel teológico como figurativo: la curación del ciego, un milagro narrado en el Evangelio de San Marcos que constituye un ejemplo de re-creación y despertar sensorial fundado en el tacto. El artista de Platerías realizó una representación hipnótica de este episodio en la que vemos a Cristo poniendo su mano taumatúrgica sobre los ojos del mendigo al que acerca con su brazo izquierdo. El hombre responde acariciando el brazo de Jesús mientras le mira a los ojos para ver por primera vez el rostro de su Salvador. En esta escena de revelación y curación, el tacto genera visión, poniendo de manifiesto la poética multisensorial que caracteriza el arte de este escultor, aspectos que, como hemos visto, encuentran inspiración en modelos clásicos, mezclando aquí evocaciones a los mitos de Prometeo, Pigmalión y también, como veremos, Narciso. La conexión exegética entre la creación de Adán en el Génesis y la curación del ciego en el Evangelio de San Marcos se destaca explícitamente en la liturgia de la catedral de Santiago, recogida en el Códice Calixtino. Un pasaje de un sermón atribuido al Papa Calixto II, escrito para ser pronunciado en la festividad de Santiago (25 de julio), proporciona una glosa para comenzar a profundizar en los vínculos teológicos entre ambos episodios:
El sermón explica que el hombre al que cura Cristo nació ciego, no como castigo por ningún pecado cometido por él o sus padres, sino para dar a Jesús la oportunidad de mostrar, a través de este milagro, que él era uno y la misma persona que el Dios que había creado a Adán.
Por lo tanto, vemos que, actuando como el Hijo, la segunda persona de la Santísima Trinidad, Jesús, completa la Creación del Padre. Jesús aquí es a la vez Prometeo y Pigmalión, completando la creación Divina con la caricia de su mano, usando la misma materia (el barro) que Dios Padre había usado para crear a Adán en toda su perfección.
Pero también es Narciso, que contempla su propia imagen reflejada en la superficie especular de los ojos del ciego, cristalinos y rebosantes de lágrimas. Además, el cuerpo mismo del hombre ciego, que, como todos los hombres, fue creado por Dios a su semejanza, es también una imagen reflejada de Jesús. En este desdoblamiento en vertical de la escultura, el sucesor de Adán (el ciego) se encuentra con la encarnación del Nuevo Adán (Cristo) que lo salva y lo cura. Podríamos decir que estamos entonces ante una suerte de inversión del resultado del mito clásico de Narciso, ya que aquí Jesús es capaz de agarrar su propia imagen reflejada sin que desaparezca cuando la toca, una posibilidad que le ofrece el misterio de la Encarnación. Así, Cristo es una suerte de Narciso in bono, triunfante y dotado de la capacidad de abrazar una encarnación de su objeto de amor sin que desaparezca cuando lo intenta, y, también, es una suerte de Narciso redimido, porque el impulso que siente para abrazar el objeto de su amor no conduce a su destrucción sino a su curación.
De nuevo en esta escultura, la naturaleza y sus variaciones atmosféricas, es decir, el entorno fenomenológico de su contemplación, completan la obra del artista. Imaginemos que estamos mirándola bajo la lluvia, gotas corriendo por los pliegues y ondulaciones de los ropajes, produciendo así el efecto de que son imágenes vistas como a través de una superficie liquida ondulante. Vemos a la figura de Cristo/Narciso inclinándose para contemplar su propia imago trémula en el momento culminante en que el tacto no conduce a la destrucción de la visión de su objeto amado, sino a la afirmación de su existencia corpórea, puesta de manifiesto por la reciprocidad del abrazo afectivo del ciego. Cruzando con sus dedos el espejo acuoso, formado por las lágrimas y la lluvia, el Redentor/Nuevo Adán se reencuentra con su creación, el primer Adán, lo completa y lo cura. Estamos aquí ante una escena en la que la restauración visión física, por la cual se puede ver al Dios encarnado, se convierte en una alegoría de la visión espiritual que el cristiano alcanzará en la Gloria, donde recuperará la imagen clara que tenía de Dios antes del pecado, como la que se representa en la Animación de Adán, y nos describe San Pablo en su Primera Carta a los Corintios:
Las escenas de la Animación de Adán y la curación del ciego palpitan con la emoción de sus Pathosformeln clásicas, y la “fórmula emotiva” que traen consigo es el agapē, la palabra griega adoptada por los cristianos para significar el amor incondicional, y el cuidado, de Dios por sus criaturas. Son escenas de intimidad en las que el acto de salvación se realiza mediante el contacto corporal y los gestos de afecto. En este sentido, recuerdan a escenas del imaginario clásico como el fragmento de un sarcófago de Ulises que muestra al héroe griego abrazando a su padre, Laertes, a su regreso a Ítaca. Una peripeteia visual sobre las imágenes del panel de Mnemosyne de la Porta Francigena, centrado en Pathoformeln de agapē nos lleva a comprender que el objetivo final del nostos, tanto en la épica clásica como en la peregrinación cristiana, es recuperar el refugio reconfortante del abrazo paterno.
Ese abrazo, sin embargo, es esquivo y está condenado a ser constantemente insatisfecho, sobre todo cuando se busca más allá del reino de los vivos y cuando se pretende recuperar un pasado que ya no existe. Muchos espectadores romanos que contemplaban una imagen como la esculpida en el fragmento de sarcófago de Ulises habrían pensado en sus propios padres difuntos y, tal vez, por un momento habrían obtenido algún consuelo en la aprehensión háptica de la sólida corporeidad del abrazo de mármol. Pero, algunos de ellos, como lectores de Virgilio, también podrían haber reflexionado sobre la inutilidad de buscar esa conexión corporal más allá de la muerte al recordar la desolación de Eneas cuando se encontró con la sombra de su padre en el inframundo y, tratando de abrazarlo, se desvaneció entre sus brazos.
Es también en la Eneida donde encontramos una célebre ekphrasis en la que se nos relata la emoción del héroe cuando se enfrenta a un verdadero panel de Mnemosyne monumental como el que se hallaba el peregrino en la Porta Francigena. Ocurre cuando Eneas se aventura por las calles de Cartago envuelto en un manto de niebla creado por su madre Venus para que nadie pueda verlo. Deambula de incógnito por una ciudad que está siendo construida en piedra a ritmo frenético, maravillándose ante la belleza de cada uno de los edificios, hasta llegar al templo de Juno donde se queda paralizado al descubrir unos murales con escenas de la guerra de Troya. Pintados sobre los muros reconoce algunas de las Pathosformeln que esta tragedia reciente había dejado grabadas, con trazos dolorosos y todavía sin cicatrizar, en su corazón:
Imaginemos a un peregrino caminando hacia la Porta Francigena en un día de otoño, su fachada monumental visible en la distancia, parcialmente envuelta en niebla. Al llegar a la entrada, podría haber puesto su mano sobre la barca de mármol, y mirar hacia arriba para recorrer con la mirada los relieves que narran la historia de sus ancestros y las causas de su propio exilio: aquí vería la creación y animación del primer hombre, luego la caída los primeros padres y su expulsión del Paraíso, que arrojó a la humanidad a una navegación sin rumbo a través de un inescrutable océano de dolor. Inmerso en los sonidos y las imágenes de este conmovedor entorno envolvente, donde el pasado fluía hacia el presente en una turbulencia granular de almas que se resistían a desintegrarse en el olvido, podría haber emprendido un nostos a través de los caminos de su propia memoria, en busca del significado esencial de su peregrinaje por la vida, y meditar sobre cómo la condición mortal del ser humano aflige el corazón en este mundo de lágrimas… en la lluvia.